lunes, 18 de mayo de 2009

El vértigo de la soledad por Hector Antón



El vértigo de la soledad (mito, resistencia y utopía en la trayectoria de Ángel Delgado)

Por Héctor Antón Castillo

Según el artista y crítico Luis Camnitzer: “la prisión real como la llamamos cárcel hoy, es en realidad un ejemplo físico de una infinidad de prisiones. Es casi un accidente anecdótico. Llevamos una prisión como un traje, siempre con nosotros”. Defecar sobre las páginas del Granma (diario oficial de la isla) condujo a un “accionista de veinticuatro años” a la prisión real y, junto con la desgracia, comienza la historia. Acto seguido, un mundo desconocido se reveló ante quien pujó en silencio contra la censura de una época que llegaba a su fin. Su visibilidad en el arte crítico de los ochenta irrumpe en su misma conclusión. En la década del noventa, su producción se concentra en testimoniar el impacto de la reclusión. Tal parece que su cuerpo se fundió con el telos de una ínsula condenada al tropo político de la maldita circunstancia del agua por todas partes. De esa geometría de la soledad y el aislamiento brota el arte imperfecto de Ángel Delgado.

Cuando volvió a la calle después de seis meses de escarmiento por el delito de escándalo público, la escena plástica experimentaba una renovación en su elenco de actores. Mientras la vanguardia de los ochenta concretaba su éxodo, emergía otra dispuesta a legitimarse sin quemarse. La moraleja de la cadena y el mono se ajustaba al patrón de conducta adoptado en los noventa. Se podía jugar con los pliegues de la disciplina-bloqueo (término del panoptismo foucaltiano aplicable a Cuba), pero jamás con el máximo responsable de la trama. ¿Cuál sería el destino de la requisa, el jolongo y la cordillera (traslado repentino de una prisión a otra) en medio de la reivindicación del paradigma estético enarbolado por los teóricos de la metáfora instruida? ¿Acaso el jabón, los pañuelos, el cold cream y los lápices de colores formaban un repertorio matérico útil para articular piezas representativas de una vuelta al oficio del arte?

Por otra parte, el deseo de permanecer y rehabilitarse en Cuba contenía una buena dosis de romanticismo. No era difícil entrever que en el “caso de Ángel” sería imposible borrar un antecedente penal con un soborno burocrático. Además, la cárcel es un tema tabú cuando la imagen del castigo (justo o excesivo) no la construye el marketing hegemónico. Recordemos que se le negó ser portada en el tabloide Noticias de Arte Cubano (febrero 2003) con motivo de su exposición Sombra interior, acogida por el Centro Provincial de Artes Plásticas y Diseño de Luz y Oficios. La causa de ésta exclusión fue la silueta de un rostro esbozado en la pared con cuchillas de afeitar. Así es como un fenómeno universal se convierte en estigma local, gracias al empeño de consumir y exportar maquetas de una sociedad perfecta.




“Dios aprieta, pero no ahoga”

Descartado por las nuevas estrategias institucionales con órdenes de suplantar el desacato individual por un coqueteo generalizado, debió enfrentar un silencio artístico “interrumpido” por alguna que otra referencia proveniente de la literatura contestataria publicada fuera de Cuba. En tanto críticos freelance alejados de la nomenclatura cultural aprovechaban los espacios foráneos para tirar sus pullas políticas (cargadas de humor criollo) a expensas de la paciente impaciencia ajena. Pero quién podría impedir o juzgar con dureza los escatológicos recordatorios. El mito de lo que “parecía una mierda” (según afirmaría años después Flavio Garciandía) andaba suelto, como mismo andaba el autor del gesto que sorprendió a los curadores de El objeto esculturado Alexis Somoza y Félix Suazo en espera de recibir otra oportunidad.

Al cumplirse el dicho “Dios aprieta, pero no ahoga”, pudo mostrar sus memorias de la cárcel en octubre de 1996. De esta forma, Ezequiel Suárez y Sandra Ceballos abrieron la caja de madera claveteada donde quien se llamara 1242900 guardaba sus pertenencias íntimas de preso común. Espacio Aglutinador fue un recinto underground ideal para uno de los rituales más desgarrados de la plástica cubana contemporánea. En la apertura, hizo un performance donde resistir era la palabra crucial. Estuvo acostado (sin moverse) bajo un mosquitero alrededor de una hora. Tal vez recordándonos que el sacrificio no depende de la materialidad de los límites. O quizá repitiéndose en silencio que endurecerse como hombre es la única manera de imprimirle solidez a la obra.

Si en el citado performance de la discordia abordó el recurrente tema de la censura, ésta volvió a estar presente en su proceso de rehabilitación artística. Convocado por los curadores Cristina Padura y Omar Pascual, participó en una muestra colateral a la VI Bienal de La Habana (1997). En el Taller de Serigrafía René Portocarrero, emplazó un “dormitorio especial para reclusos” acompañado de dibujos en las paredes. UP 3 consistía en una litera triple rodeada de cajas de cartón con guata. El colchón era la tela simbólica que le permitió dibujar cuando necesitaba desahogarse. Hasta aquí todo es una catarsis transformada en memoria recobrada. Pero una vez inaugurada la exposición, se le notificó al autor que la pieza debía ser retirada.

Contra los argumentos del crítico y curador David Mateo (entonces director del Taller de Serigrafía), “UP 3 daba la impresión de hallarse entre rejas”. No obstante, al ser corrida de lugar, ésta provocó numerosas especulaciones. Si la censura se encargó de fragmentar la instalación, el espectador solo debía “atar cabos sueltos” para captar el sentido de su dispersión. La “polémica intervención” devino un sugerente rompecabezas, capaz de armarse con las justificaciones del miedo a la libertad.

Cuando la fe (no) mueve montañas

Al año siguiente de la VI Bienal, expuso una muestra personal en el Castillo de los Tres Reyes del Morro. En Batey (1998), concibió piezas pequeñas como sarcásticos eufemismos de los conflictos que abarcaban. El peligro que enfrenta el hombre ante una posible agresión física, la soledad del encierro y el complejo de impotencia ante la subordinación fueron los tópicos que propiciaron las obras. Apelando al jabón como material de cabecera, se despliegan simbolismos y alegorías que rebasan el espacio donde regularmente transcurren las fábulas. Pero estas miniaturas sin títulos están cargadas de dolor. Uno de estos objetos de jabón y cera es una cabeza aplastada por una bota contra el fango: emblema de la masa sin rostro sucumbiendo a la omnipresencia del poder.

La fe en un regreso definitivo se robustece cuando participa en la segunda versión de La huella múltiple (1999) realizada en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales. Otra vez el apoyo artísticamente humano le prestó ayuda. El trío de curadores que formaron Belkis Ayón, Sandra Ramos y Abel Barroso facilitó que retornara al sitio donde se lanzó a defecar encima de la propaganda oficial. Su performance-instalación Señales de adentro consistió en dar vueltas en un espacio cubierto por una superficie de jabón, para luego dejar las botas acompañando el círculo trazado por las pisadas.

En un comentario de pasillo, el crítico y curador Eugenio Valdés Figueroa dijo que Ángel procuraba limpiarse donde mismo se había ensuciado. Sin embargo, la idea no era un chiste para despojarse de un estigma, sino la obsesión por una idea fija y cómo esa fijeza se desvanece entre pompas de jabón dibujando un paisaje amorfo. La pieza simuló la presencia de un gigante que sucumbe a la veleidad del camino, quedando como testimonio aquello que más lo acercaba a las entrañas de la tierra. A pesar de la saludable intervención, no ha sido invitado a un Salón de Arte Cubano Contemporáneo o una Bienal de La Habana.


Una sombra fuera de la caverna (o del retardo diaspórico)

Su exhibición personal en la galería Nina Menocal de la ciudad de México (donde reside desde el 2005) mostró el giro de una poética sostenida por el residuo testimonial de lo autobiográfico. Si antes el invento del recluso propiciaba la invención del creador, ahora se acentúa el peso de lo arquetípico como sustituto del típico proceder sucio y marginal. Pero la transición formal no significó un abandono de los contenidos vitales. Como productor visual de la experiencia, logró “salir de sí mismo” para fabular desde otro espacio ajeno a los traumas insulares. La resistencia a la política cedió su protagonismo a la resistencia al mercado. Por ello, se mantuvo la fidelidad a materiales efímeros como el jabón de lavar o iconos ligados a la privación de libertad como las esposas metálicas para maniatar detenidos.



En Constancias (noviembre 2006-enero 2007) la crónica visual del encierro ordinario se reemplazó por una reflexión acerca de la prisión existencial que sufren los hombres incompletos. Al prescindir de lo anecdótico, dejó de oficiar como narrador-voyeur del presidio a la manera de Carlos Montenegro en Hombres sin mujer (1938) o de Reinaldo Arenas en sus memorias póstumas (1990). La bulla, el calor y la violencia se revierten en la angustia de una falta de libertad mayor: la imposibilidad de cambiar la vida. Los perdedores sociales se transforman en “veinticuatro cabezas de jabón” atrapadas por viejos periódicos. Entre el acontecer pasado y el olvido presente, el futuro de las no-personas garantiza el anonimato de una reescritura histórica que los excluye de sus anales.

Fuera de los muros de cal que nublan la vista de sus inquilinos, el muro formado por un retablo de seres-ovejas corporiza la ironía de la metamorfosis. De la absurda rebelión a la orgánica sumisión: ya no tiene sentido evocar la escena de un desesperado inyectándose petróleo en una pierna para ganarse unos días en la enfermería de la prisión. Muros (2006) sintetizó los procesos de renuncia en las sociedades de control. Bajo esta premisa simbólica, se pierden los episodios reales en nombre de abstracciones derivadas de la maquinaria hegemónica.

Dentro de este ámbito fantasmal, imperó un contrapunto entre las pompas de jabón como signo de limpieza y el vacío generado por su desaparición. Una instalación como Intentos, de la serie Con el agua al cuello (2006) son carretillas llenas de agua en las que flotan cabezas humanas hechas con jabón. Su matiz procesual radicó en la documentación fotográfica de la escena hasta diluirse en un aparente suicidio colectivo. Sin aludir al encierro literal, las carretillas-celdas ilustran otros muros de agua donde otros sujetos pretenden escapar hacia la nada de una imagen sin identidad colgada de la pared. La sutileza alegórica de esta pieza confirmó que el dramatismo de las historias reales no es un salvoconducto para la factura del buen arte.

En esta ocasión, la “intolerancia nuestra de cada día” no es el centro de atención que provocó el encarcelamiento del artista en 1990. Esta es la causa de que el efecto de esos archivos infinitos pueda detectarse en cualquier lugar del planeta. El mito de la isla como prisión perfecta se trasmuta en un gavetero minimalista donde podrían guardarse llaves, cerrojos o sistemas de vigilancia electrónica. La dependencia contextual como pretexto estratégico dio paso a una independencia que se expande sin desvirtuarse poéticamente, aunque hayan quedado atrás los gérmenes socio-políticos que detonaron un arte de actitud.

Ángel Delgado consiguió traspasar el suceso que un día lo distanció de los suyos para articular ficciones universalmente locales. Esta vez la fría manipulación de los signos se impuso a la calidez de las vivencias compartidas. Al crear una atmósfera de paranoia globalizada, su discurso postestimonial alcanzó respirar como forma entre barreras virtuales como ideas, volviéndose complicado percibir el comienzo o el fin de los límites.

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